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Todos sabemos quiénes son los personajes: son los hombres y mujeres, niños, ancianos, animales parlantes, entes sobrenaturales y toda una miríada de criaturas ficticias creadas para poblar una historia. Solemos reconocerlos por sus palabras, actos y pensamientos, especialmente cuando su presencia modifica de alguna forma el relato. Pero esto no es todo, ni toda persona en una historia es necesariamente un personaje. Veamos por qué.
La palabra «personaje» viene de castellano «persona», se rastrea al latín «persona» (ser humano) y antes aún a «per sonare», es decir, «para hacer sonar».
El término proviene de las máscaras utilizadas en el antiguo teatro griego, donde un mismo actor podía rápidamente cambiar de una máscara a otra y así representar a alguien distinto. Estas máscaras tenían una expresión facial fija, por lo general muy exagerada, que ayudaba al público a reconocer rápidamente a quién se estaba interpretando. Pero la otra característica de la máscara teatral era un pequeño dispositivo insertado en la boca, en forma de cono con la parte ancha hacia afuera, que amplificaba la voz del actor a fin de que sus palabras pudieran escucharse mejor entre la audiencia. Era la versión primitiva del megáfono y del micrófono.
A un nivel semiótico, es la máscara la que hace al personaje, y sin ella no queda más que el actor o, en nuestro caso, el escritor.
Pero el personaje no es su «rostro». Al escribir a nuestros personajes no debemos utilizar demasiado la descripción visual. Hacerlo se considera error de aficionados, en especial porque imponerle muchos detalles al lector le quita la posibilidad de ejercitar su propia imaginación. En medios como el cine y el cómic sí debe mostrarse en toda su apariencia externa, pero en un escrito la apariencia dice muy poco y distrae de lo verdaderamente importante.
Más que su rostro o sus ropas, un personaje literario es su voz, sus palabras, sus actos, gestos, actitudes y pensamientos. El color del pelo, la forma del rostro, el color de la corbata o si el bolso le combinaba o no con los zapatos son detalles superfluos que rara vez contribuyen a la historia. En cambio, sin una voz distintiva, sin un lenguaje característico, sin actos claros y congruentes con sus pensamientos y sentimientos, en lugar de un personaje vivo y verosímil tendremos una caricatura plana y de cartón.
Para que el personaje sea eficaz tenemos que ser capaces de olvidarnos que es un personaje, es decir, tenemos que creernos la máscara.
Muchos autores, en especial quienes tienen la tendencia a dar cátedra o hacer propaganda ideológica, terminan creando historias en que todos los personajes no son más que disfraces delgados y translúcidos. En esos casos es posible en todo momento notar la presencia del autor, y los personajes resultan inverosímiles porque no poseen vida, palabras o pensamientos propios.
Ahora bien, no todas las personas o criaturas que aparecen en una historia son realmente personajes.
En «El mago de Oz» de L. F. Baum, Dorothy es transportada por un tornado hasta el fantástico paíz de Oz, específicamente en la tierra de los Munchkins, unas personas de muy baja estatura que se encuentran de muy buen humor porque la casa de Dorothy ha caido sobre la malvada bruja del este, matándola al instante y liberando a los pobladores de su tenebrosa influencia. Ahí intercambia algunas palabras con el hada Glinda y algunos de los habitantes, antes de iniciar su viaje por el camino de ladrillos amarillos, en busca del mago que le ayudará a retornar a su casa.
Lo que interesa resaltar aquí es que, aunque en dicho capítulo de la novela aparecen o se mencionan a muchísimas personas, casi ninguno de ellos es un personaje. Dorothy, el hada Glinda y el alcalde de la ciudad de los munchkins son los únicos personajes reales: poseen voz, piensan, figuran de forma prominente, y sobre todo, tienen una influencia directa en la historia. Las demás personas solo son relleno, inclusive la bruja. De ella solamente se nos dice que era muy malvada y que ahora está muerta bajo la casa. Claro, su muerte motiva a la malvada bruja del oeste, su hermana, a querer vengarse de Dorothy. Pero la bruja muerta no participa en la historia, no habla, no hace nada. Es una simple pieza de utilería.
La mayoría de personajes poseen nombre propio o cuando menos algún título o epíteto que los destaque y diferencie de la ambientación. Para ser un verdadero personaje es necesario tener voz y opinión, distinguirse del escenario, y sobre todo que sus actos y palabras tengan alguna influencia en el curso de la historia. Por así decirlo, es lo que distingue a los actores de los extras o a los cantantes solistas de los miembros del coro.
Como escritores de ficción es nuestro deber escondernos detrás de las máscaras que son cada uno de nuestros personajes. Somos nosotros quienes pronunciamos cada palabra y llevamos a cabo dada acción de todos los pobladores de nuestro universo ficcional. El que logremos hacerlo hasta el punto en que nuestra presencia sea completamente imperceptible es la marca del verdadero experto.
¡Feliz escritura!